miércoles, 21 de julio de 2010

Adelanto de la novela "Baltazar"

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El  espejo del baño esta completamente empañado por el vapor de la ducha, Baltazar Jiménez, aún mojado, pasa su mano sobre el cristal dejando ver su rostro reflejado en él. No tiene buen aspecto, unas profundas y casi moradas ojeras se extienden por debajo de sus ojos, acrecentando unas insipientes bolsas de piel flácida que le cuelgan como funestos adornos. Son un recordatorio que a  sus cincuenta años esta envejeciendo y eso lo pone  de muy mal humor. No hay nada peor para él que despertase por la mañana y ver como el paso del tiempo le va dejando nuevos regalos en su rostro. Son recuerdos imborrables sobre su piel, como tatuajes que hablan de una vida transitada. Ojeras, arrugas, canas, impurezas en la piel fueron apareciendo poco a poco, casi sin anuncios, hasta que un día…  “¿Y esa verruguita? ayer no estaba allí” ¿Cómo apareció así tan de golpe?

Paso sus dedos por el colgajo debajo de sus ojos y lo estiro para ver si mejoraba su aspecto, por unos segundos las bolsas bajo sus párpados desaparecieron como lo hacen los sueños al despertar por la mañana y Baltazar se imagino con unos diez años menos. Al soltar la presión, la delgada porción de piel sin elasticidad volvió a su posición original devolviéndole un rostro cansado y envejecido. Dejo las ojeras y fue directo al pelo… ¿Se estaba quedando pelado o era su imaginación?  Paso su mano abierta por entre los finos cabellos y los llevo hacia atrás para ver si podía reconocer alguna nueva entrada, o pistas de aterrizaje para piojos, como solía decirle. El agua acumulada en su cuero cabelludo salpicó el aire como un rociador, de esos que se usan para humedecer la ropa cuando se plancha. Por ahora todo parecía estar igual, solamente sobre la coronilla, la acumulación de pelos parecía empezar a ralear, dejando al descubierto una prometedora pelada para dentro de un par de años. Era evidente que envejecer no le hacia ninguna gracia y últimamente había estado pensando en hacerse algún que otro retoque, aunque esa idea le parecía  más propia de las mujeres que de los hombres y por momentos le hacía dudar de si convenía hacerse o no una intervención quirúrgica que le devuelva algo de la lozanía perdida. También pensó en el implante capilar cuando su cabeza lo empezara a necesitar.

Trato de olvidarse por un momento del fatídico paso del tiempo que tanto lo traumatizaba y comenzó a secarse las partes del cuerpo que aún permanecían mojadas, brazos, piernas, glúteos, geniales, pies, fueron los lugares por donde paso el toallón azul con un Mikey estampado en el centro que había comparado en un viaje que hizo a Brasil. En ese viaje Baltazar había ido con Nora, Norita para los amigos, su ex mujer, unos meses antes de su separación. La idea era ver si pasando una semana los dos solos en una paradisíaca playa brasilera podían salvar la pareja, que ya venía dando manotazos de ahogado desde hacia tiempo. El viaje fue de lo mejor, en ambos parecía que el amor olvidado regresaba con los bríos de la juventud y la pasión se encendía nuevamente como cuando tenían veinte años. El sexo se hizo casi diario y todo les indicaba que las desavenencias conyugales, reproches y malos tratos habían quedado archivados en la carpeta de los malos recuerdos para siempre. Regresaron de ese maravilloso viaje con la certeza de que su matrimonio estaba a salvo y que ya nunca más iban a tener que pasar por una pelea matrimonial. Eso no fue así, al tiempo volvieron las discusiones y las diferencias que habían logrado compatibilizar en ese esperanzador viaje, se hicieron cada vez más grandes al punto de llevarlos a una separación definitiva. Un verdadera pena. Baltazar aún amaba a Norita y el proceso de separación no fue nada  fácil para él. Largas noches de insomnio, depresión, aumento de su presión arterial y una insaciable necesidad de fumar más de lo habitual, fueron algunos de los cambios que experimento mientras duro el asunto. Por suerte gracias a las sesiones con el psicólogo Martín Cabral, pudo empezar a elaborar el duelo,  liberarse poco a poco de la culpa y salir de los profundos cuadros depresivos.

Se miro por última vez en el espejo, su mano recorrió el rostro como escaneándolo y se dio cuenta que debería afeitarse, pero la sola idea de enjabonar su cara y tener que pasar la maquinita le provoco un profundo desgano, por lo que decidió no hacerlo. Hacía días que Baltazar no rasuraba su barba y eso podía ser un alerta sobre una recaída en su depresión post divorcio. Trato de no darle importancia, salio del baño y se cambio con lo primero que encontró a mano, nada elegante por cierto, últimamente todo lo que se ponía no le sentaba nada bien, que si era un vaquero con una remera lo hacia muy gordo, que si era un pantalón de vestir con una camisa lo hacia muy formal y así las distintas excusas empezaban a aparecer cada vez que se paraba frente al guarda ropas. Por eso, esta vez prefirió no pensar demasiado y tomar lo primero que tuvo frente a sus ojos. Un pantalón de hilo color azul y una camisa mangas cortas de color blanco fue su vestimenta del día. Tomo una corbata que ya tenía hecho el nudo, se la coloco en su cuello y la ajusto así nomás. Era de un color verde fosforescente, bastante desagradable y que no combinaba para nada con la ropa que se había puesto. Aun la conservaba porque había sido regalo de Norita Se calzo unos mocasines marrones deformados por el exceso de peso y el uso continuo. Busco el saco. Era un ambo de media estación color gris acero que Baltazar detestaba. En  realidad odiaba todos los sacos y también las corbatas. Ponerse un saco con una corbata le representaba un verdadero castigo y suponía cierta estratificación social que lo ponía a él y a todos los que usaban esa indumentaria, dentro de un conjunto de individuos semejantes a robots estandarizados. Uno tras otros los hombres caminaban por las calles de las distintas ciudades como auténticos autómatas, perfectamente individualizados gracias a sus sacos y corbatas. “Ahí va uno de esos amargados con cara de aburrido, que pasa desapercibido en medio de un centenar de seres iguales”  Pensó Baltazar mientras salía de su casa.

Afuera el día era perfecto, a pesar de ser verano no hacia ese calor agobiante tan característico en el mes de enero. La temperatura se había instalado por arriba de los veinticuatro grados, lo que hacia que la mañana fuera de lo más agradable. Seguramente para la tarde, esas condiciones ideales cambiarían y la temperatura se elevaría en al menos unos seis grados o más. Baltazar camino en dirección a la parada del colectivo y espero junto a otras personas que llegara el transporte que lo llevaría una vez más a su trabajo. El sol, resplandecía como una enorme moneda de oro en medio de un mar celeste y Baltazar maldijo una vez más tener que trabajar en pleno verano. Hacia varios años que no se tomaba unas buenas vacaciones, siempre por una razón o por otra el merecido descanso quedaba para otra ocasión. Todos los años se decía lo mismo “Este año me tomo las vacaciones en enero” pero nunca  podía cumplir aquello que pronunciaba en secreto y todo quedaba en una mera expresión de deseo, acompañada de una frustrante sensación de impotencia. Quizá, el hecho de tener que trabajar los veranos era en gran medida debido a su falta de carácter a la hora de  hacer valer sus derechos en la empresa para la que trabajaba. Tenía el si fácil como se dice vulgarmente. Nunca podía emitir un no como respuesta y ante la menor insinuación de su jefe por modificar la fecha de su descanso estival la frase “no hay problema yo me quedo” era su respuesta más habitual. Estaba claro que sus superiores ya le habían tomado el tiempo y cada vez que se necesitaba alguien que atendiera todos los requerimientos de la empresa mientras ellos descansaban panza arriba en algún idílico lugar del planeta, al único que recurrían era a él. Baltazar siempre estaba predispuesto y servil, aunque por dentro maldijera su sumisa actitud y se arrepintiera cada vez que la temperatura se elevaba por arriba de los treinta grados o cuando veía por la televisión como la mayoría disfrutaba del sol y las playas mientras él se cocinaba como un “huevo poche” en una ciudad que cada vez se parecía más a un horno incinerador de cadáveres. ¿Eso era él? ¿Un cadáver que camina derecho a  calcinarse  en un horno?

Llego a su trabajo como de costumbre veinte minutos antes de la hora de ingreso. Siempre llegaba temprano porque a él le gustaba usar esos breves minutos que tenía para hacer sus cosas personales y beber un café bien negro y con mucha azúcar. Acomodar su escritorio era una rutina diaria. La mayoría de las veces los empleados de limpieza desacomodaban los papeles de su box y nunca los colocaban como él los había dejado. Baltazar comprobó una vez más que sus carpetas y objetos de oficina no estaban en el lugar correcto, pero a diferencia de otros días experimento un deseo de no acomodarlos, así que dejo todo tal cual lo habían dispuesto la gente de limpieza. Tampoco retiro el café de la maquina expendedora.
La oficina comenzó a poblarse lentamente. Uno a uno los empleados llegaban y se acomodaban es sus diferentes sectores de manera automática. Sus mentes ya estaban programadas para hacer siempre lo mismo. Día tras día, mes tras mes, año tras año sus compañeros encendían las computadores, bebían el café y acomodaban sus objetos de trabajo, algo que Baltazar había hecho durante todo el tiempo que llevaba en la empresa, hasta hoy. Trato de recordar cuantos años llevaba como empleado de la empresa y le costo recordarlo ¿Eran diez o doce? 
Patricia Pereyra la encargada de Recursos Humanos paso por delante de Baltazar y lo saludo con un gruñido casi inaudible, como lo venía haciendo desde que se había hecho cargo de esa área, unos tres años atrás. Siempre tan simpática.

Ovidio Morales, era el encargado del departamento de Marketing y a juzgar por su apariencia,  jamás había aplicado las teorías aprendidas en la universidad en su propia persona. Era una ser realmente desagradable, tenía un cabello extremadamente grasoso, al punto que Baltazar siempre pensó que debía usar un pan de manteca en vez de fijador para el pelo cada vez que se peinaba por las mañanas. Pesaba unos ciento treinta kilos aproximadamente y siempre olía desagradable. Su olor era como una bola de cebo expuesta a la intemperie por días enteros. Pero lo que más odiaba Baltazar era su humor idiota y decadente que demostraba a diario. Se creía el rey de la comedia y viva haciendo chistes estúpidos que no causaban la menor gracia. Claro que estaban los genufexos de siempre que con tal de caerle en gracia se reían a carcajadas de sus patéticos chascarrillos. Baltazar solo torcía su boca con una mueca de desagrado en un intento por demostrar lo mala que había sido su broma. "Usted no tiene humor Jiménez"  Solía decirle luego que remataba su espantoso chiste y toda la oficina explotaba en una unísona carcajada .Ese día, Ovidio Morales entro como siempre y comenzó su repertorio de chistes viejos y recontra  usados. Los chupamedias  de siempre festejaron el impresentable popurrí de cuentos y Morales se fue directo a su oficina, caminado como si fuera el más grande capo cómico de todos los tiempos, ancho, erguido, inflado como un globo aerostático. Baltazar permaneció callado, solo observo como el que se la daba de gran cómico, se pavoneaba por los pasillos alardeando su supuesto talento.

El día de trabajo transcurrió con la lentitud y parsimonia de una tarde aciaga y solitaria. Las horas parecían ser parte de una eternidad inconmensurable. Las agujas de los relojes se detenían por largos minutos, como si a las maquinarias les faltasen baterías. Así, Baltazar paso las horas en su puesto de trabajo hasta que por fin dieron las cinco de la tarde, hora en que terminaba su jornada laboral.
Salio a la calle y una bocanada de aire cálido y húmedo lo abofeteo. A pesar del calor y la humedad, el estar fuera de aquel reducto nefasto le produjo un incalificable placer. Cada vez que ponía un pie fuera de la oficina una variedad de sensaciones placenteras lo invadían. Se sentía liberado, la presión cedía y el mundo que lo rodeaba comenzaba a verse mucho más agradable. Baltazar imaginaba que esa sensación que él sentía cada vez que dejaba su trabajo era comparable con lo que siente alguien que se paso veinte años preso y  por fin obtiene su libertad. Así se sentía él. Aflojo el nudo de su corbata y puso marcha hacia la parada del colectivo...