viernes, 10 de junio de 2016

Atrapado en la ruta

La noche desnuda sus fantasmas, la carretera se asemeja a un laberinto repleto de minotauros. Con el pie en el acelerador el hombre avanza en medio de un vacío irresistible, de una boca negra que lo traga como un agujero negro en medio del Universo.

A unos cientos de metros de distancia una silueta llama la atención del conductor. Afloja el pie del acelerador. Es una mujer al borde del camino haciendo señas para que pare. 

El hombre intuye que algo no anda bien y frena lentamente hasta quedar casi al lado de la mujer. Se la ve desesperada.


-  Mis hijos- grita- mis hijos


El hombre se baja y trata de calmar a la señora en medio de la oscuridad y la soledad del paisaje. Lo que ve lo espanta, dos cuerpitos chamuscados en la banquina huelen a carne asada. La mujer no habla ahora gesticula. El hombre no sabe qué hacer, intenta buscar su teléfono móvil para pedir ayuda. Una explosión anaranjada lo empuja hacia atrás. La mujer arde en llamas, se ha prendido fuego con un bidón de nafta. Espantado, el hombre observa el espectáculo que en segundos desaparece ante sus ojos.

Cuando reacciona se da cuenta que otra vez está en la ruta y que no ha dejado de andar. Extrañado sigue su camino. A unos cientos de metros de distancia una silueta llama su atención.

Ausencia

Como cada mañana, el tiempo no cesa en su pertinaz obstinación de recordármela, deambula entre las hojas que van tiñéndose de verde, y se enreda en los cabellos de ella. Empieza a desteñirse entre las madejas de las horas y guarda en secreto su figura recortada contra el ventanal, sus pies sin sostén que la alejan cada vez más de mí y  los lirios que despiertan a un sol, que poco a poco va ganándole a las nubes y va borrando su nombre en el horizonte imaginario que me dejó su ausencia.

lunes, 18 de enero de 2016

Anécdotas de mi padre

El primer viaje a la costa atlántica

Fue en el año 1935 que con mi padre, mi Tío, dos amigos y el suscripto, en un Studebaker modelo 1928, de cinco puertas (era tan grande que lo llamaban el colectivo) partimos a la madrugada con rumbo desconocido hacia los pagos de Santos Vega, el legendario payador de Lavalle.

La ruta 2 de sólo dos manos nos llevó hasta el perímetro Norte de Dolores. Desde allí hacia el Este, y por un camino de tierra greda llegamos al almacén de ramos generales de Esquina de Crotto. Paramos, entramos, los mayores  se deleitaron con cerveza, salame, queso duro, galleta de campo y yo con un rico y natural  Naranjín a bolita.Desde allí y siempre hacia el este comenzaba una huella de arena, ripio y pajabrava, y un demoledor serrucho, que no solo destrozaba al vehículo, sino también a los resignados pasajeros. 

Corrían aproximadamente cinco horas de marcha, el sendero y la tierra nos hostigaba desde abajo y desde arriba. Por la huella muy de vez en cuando, un paisano a caballo  o en sulky levantando el brazo nos saludaba, con varios toques de bocina le respondíamos. Otros coches, carteles indicadores y señales viales  aparecían esporádicamente en el camino. Cada tanto una gorda Martineta colorada cruzaba la huella por delante  del  vehículo. El silencio y la soledad  de lo desconocido  nos atrapaban en su misterio.

Luego de una curva de la huella llegamos a Lavalle. Se bordeaba el cementerio cuya pared lateral totalmente destruida permitía el tranquilo deambular de bien alimentados peludos. Paramos, me bajo, corro, lo atrapo… cuando un paisano desde adentro me grita: “Chico, soltá ese peludo que esta gordo por comer osamenta de cristianos”  Sin comentarios.
                                                               
A partir de Lavalle el camino continuaba por la zona de inmensos cangrejales.  Agua,  barro, juncos y miles de cangrejos entraban y salían  de sus cómodas cuevas. Cientos de garzas blancas, cuervos negros, gaviotas y chorlos chapoteaban en  el lodo en busca de alimento. La naturaleza virgen se mostraba en su maravillosa plenitud. 

Dos horas más de interminable trayecto y por fin San Clemente del Tuyú. Por lo que hoy es la peatonal rápidamente recorrimos el pueblo: El hotel Pereyra, la panadería Primera, unas cuantas casas de planta baja, algunas casillas de madera y chapas, un surtidor de cinco litros de nafta (creo que era Schell) y a palanca, varios carros, caballos y algunos lugareños que nos saludaban  dándonos la afectiva demostración de una cordial bienvenida. Allá al fondo, hacia el Norte, el gran hotel Águila, que según su historia, para construirlo habían traído por barco los materiales. 

Acampamos en el “hermoso” predio del Automóvil Club  Argentino, varias hectáreas de médano pelado circundado por un alambrado  de púas  con tranquera. La carpa grande de lona verde encerada  con parantes  y estacas de madera. Un pozo de dos metros  de profundidad en la arena con una lata de veinte litros  con pequeñas perforaciones  se obtenía  una cristalina agua dulce y potable. Para llamar al carnicero se enarbolaba en un palo un trapo rojo, para el panadero  y lechero uno blanco. Para el fuego, en la playa  había leña de todo tipo y tamaño. Con una sola tirada de red se sacaban corvinas, pescadillas y lisas para distribuir en todo el pueblo. Con la creciente, miles de almejas amarillas salían y se enterraban en la arena mojada. ¡Qué alegría, qué felicidad, no nos faltaba nada! Sol, arena, mar, viento, aves, peces almejas, caracoles, chelcos, inmensa gratitud, reflexiva  soledad y naturaleza virgen para disfrutar en pacífica plenitud espiritual. ¡INOLVIDABLE!


Por la tarde comenzaba la bajamar. Mi tío al volante, los demás a empujar “el colectivo” hasta pasar el médano y depositarlo en la playa firme. Dos paseos se brindaban: Hacia el Sur el Barco hundido, hacia el Norte, el cementerio de los caracoles, el Faro, Punta Rasa y la Bahía de Samborombón, optamos por este último. Diez minutos de marcha  por una huella  suave y sin serrucho,  llegamos a una ancha y profunda  canaleta que cortaba la playa e impedía el paso del coche. Bajamos, caminamos hacia el Oeste unos 300 o 400 metros  bordeando la canaleta, de repente el grandioso espectáculo jamás visto. Era un playón de varias hectáreas  de barro, arena  y agua el hoy extinguido Cementerio de los caracoles.  Miles de ellos de distinto color y tamaño (los más más grandes  como platos de postre) blanqueaban a los rayos del sol. Estaban muertos, eran solo su caparazón que ahora  había resucitado porque  en cada uno de ellos habitaba un oscuro cangrejo. Junté  cuatro o cinco de los más grandes y continuamos la caminata.

Dos mil metros más hacia el Norte  hasta Punta Rasa. Yo estaba parado en la punta Sur de la Bahía de Samborombón, tal cual figuraba en el mapa de mi aula primaria, al regreso se lo iba a contar a mi señorita.  La bahía de Samborombón abría su bocaza para mis ganas de investigar. Caminé por ella  hacia el Oeste  desconocido. Profunda e inmensa  soledad me envolvía, la curiosidad  me empujaba. En un momento  me sentí acompañado, cientos de flamenco rosados se movían lentamente en la misma dirección, no quise asustarlos y emprendí el regreso.
                                   
Ya era tarde, comenzaba  la creciente, había que regresar al campamento. Volvimos todos al coche y emprendimos el retorno. Otro inolvidable espectáculo se hizo presente. Miles y miles de almejas amarillas del tamaño de un celular  se dejaban llevar  por la espuma marina. El vehículo a su paso las aplastaba, a nadie le importaba, solo las gaviotas y los chorlos las disfrutaban. En la carpa las comíamos cruda con limón, la marea roja todavía no se conocía.

Otra tarde llegamos al Barco hundido. Un antiguo  velero semi enterrado en la arena que en bajamar dejaba ver parte de su mástil  y casco de madera. Se decía que en pronunciada bajante  se podía llegar a una zona llamada “La Margarita”, los mayores no se animaron a realizar el intento.
                             
No faltaba en el equipaje las escopetas de caza. Era tanta la cantidad de Lisas que saltaban  por la primera canaleta, que todos se divertían con el tiro  no a la paloma, sino con el tiro a  la Lisa, que al recibir el impacto flotaban en la superficie y hacían fácil su recolección para finalizar en la parrilla. Las Toninas, de un azul oscuro  brillante, pasaban todos los días rumbo al Norte por la segunda canaleta y a la tarde regresaban hacia el Sur.
                           
Mi relato es sumamente sintético, por eso ya estoy en el regreso que fue más largo y más cargado que a la ida. Más cargado por unas bolsas llenas de corvinas, pescadillas, Lisas y robustas almejas,  más largo porque decidieron volver por el desconocido arbolado y  misterioso camino de la Costa.
                        
Por muchos, muchos años volvimos a San Clemente. Lo vimos crecer, urbanizarse y progresar. Cuarenta años después allá por la década del 70 estaba frente  al radar tratando de pescar una Borriqueta cuando varios turistas venían caminando por la playa hacia Punta Rasa. Uno de ellos se me acerca y me pregunta.
“¿Dónde está el Cementerio de los caracoles?” A lo que yo le respondo: “El maravilloso Cementerio de los caracoles hoy está en el recuerdo  de aquellos que tuvimos la dicha inolvidable de estar en él y disfrutarlo cuando todavía la naturaleza  virgen  resplandecía en plenitud”.  No entendió nada, me dio las gracias, y desorientado continuó caminando  en su inútil  búsqueda.