Interminables, las horas resonaban en su cabeza como una trágica canción infantil que se repetía una y otra vez. Su cuerpo, atiborrado de pústulas pestilentes que exudaban fluidos verdosos, era un conjunto de desdichas y calamidades. Postrado es su cama de miles de años el hombre, veía como su cuerpo se deshacía en jirones con el paso de los años sin que pudiera hacer nada. Ya no le funcionaba ningún órgano vital, riñón, hígado, pulmones, corazón habían muerto hacia ya mucho tiempo, solo su cerebro seguía trabajando sin descanso y lo mantenía en un estado de vida improbable y dolorosa. Había perdido la vista, parte de su audición y el olfato y sus músculos estaban consumidos al punto de estar adheridos a los huesos, huesos que también mostraban la extraña geografía de unas desagradables malformaciones.
Así, pasaba sus días, enfrentado a la peor de las eternidades que un ser humano puede soportar. Desdichado y en la más absoluta soledad de su mente, el hombre soportaba el paso del tiempo como un caparazón de tortuga vacío en una playa desierta.
Nada ni nadie podía cambiar su espeluznante destino, esa era su condena, el precio de que debía pagar por su osadía de buscar la inmortalidad.
Durante siglos vio morir personas a su alrededor, vio al mundo desarrollarse, crecer cambiar y al planeta moverse vertiginoso. Los cambios de estaciones ya casi no le importaban, le daba lo mismo estar en verano o en invierno, su degradado cuerpo casi no distinguía el calor del frio. Tampoco se preocupaba por los días o los años, esos que al principio contaba para mantener una rutina vital, pero cuando su cuerpo empezó a sucumbir al implacable paso del tiempo se dio cuenta que era estéril continuar con esa rutina, ya era un muerto en vida y de nada servía saber cuántos días, meses, años o siglos habían trascurrido.
Por suerte, aún conservaba vívido los recuerdos de cuando saberse inmortal le daba placer y poder, de cuando la vida era toda suya.
Ahora, en la más penosa ruina corporal y dentro de la más profunda oscuridad no podía hacer otra cosa que desear que los Dioses se apiaden de él y le concedan la muerte que lo libere de tantos siglos de tortura innecesaria. Pensar en morir era como una bendición que lo reconfortaba, pero cuando se daba cuenta que los Dioses no le tenían reservado en su plan divino esa posibilidad caía en la más profunda depresión y comprendía que su estigma era ver el discurrir morboso de la vida y muerte de los otros. Vivir eternamente en un cuerpo físico inútil y podrido, era el peor castigo posible.
Mientras su cerebro se debatía en vano con pensamientos que se repetían incesantemente, algo ingreso en su cuarto. Con lo poco que le quedaba de audición alcanzó a oír como se acercaba a él. No podía verlo ni olerlo. Inmóvil y sin fuerzas pensó en que quizá se hallaba en un futuro muy lejano y que ese ser que estaba allí podía ser un médico que lo ayude a revertir su situación. ¿Habría en un futuro la posibilidad de terminar con la inmortalidad?
Quería preguntarle quién era y si tenía la cura para su desgraciado destino, pero sus cuerdas vocales ya no le respondían. Se mantuvo expectante a la espera de poder oír algo más.
Lo que estaba en su habitación se acercó a centímetros de su maltrecho cuerpo y comenzó a olfatearlo, era una enorme bestia, entre humano y animal. Poseía una enorme boca dejaban ver unos enormes colmillos El bestia humanoide, avanzó desplazándose con sus dos largos y huesudos brazos apoyándolos en el piso. Llego hasta él y comenzó a lamer las vesículas purulentas. Parecía disfrutar de su repugnante sabor.
El hombre, imposibilitado de todo movimiento, intentó reconocer en un esfuerzo mental, que criatura era. ¿Sería un perro? ¿Un lobo? ¿Un gran felino?
Luego de beber el gelatinoso pus de sus heridas, la criatura comenzó morderle el abdomen. Después de haber pasado siglos en estado padecimiento constante, su cuerpo se había acostumbrado tanto al dolor, que aquellos colmillos hundiéndose en la carne, eran apenas unos pinchazos imperceptibles.
La criatura devoró gran parte de la carne y los órganos putrefactos y cuando sació su hambre se dejó caer a su lado, con el vientre hinchado como un balón de fútbol y se echó a dormir. Era evidente que no veía al hombre como una amenaza, sino como lo que era, un cadáver en descomposición que le servía de alimento.
¿Vida? ¿Acaso eso era vida? Vivir no era sinónimo de estar vivo. ¿Qué otra calamidad le esperaría y cuántos siglos más podría soportar ser devorado en vida por alimañas hambrientas?
Algo irrumpió en la habitación, la criatura despertó sobresaltada de su letargo y emitió y agudo chillido de furia. Dos nuevas criaturas venían a disputarle su presa, estaban famélicas y harían todo lo posible por llevarse un pedazo de esa carne muerta a sus estómagos.
El hombre inmortal, intuyó la pelea y trató de pensar en cómo sería su muerte. Mientras las criaturas luchaban ferozmente, la mente del hombre divagó imaginándose descansando en paz en una tumba sin nombre, en un cementerio sin cruces, en otra eternidad diferente y tranquila.
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