Permanecía sentada bajo la sombra de un viejo árbol,
sus manos pendían de la nada
como dos frutos prohibidos,
sus muslos ardidos bajo el sol del verano
se abrían excitantes, suplicantes de pasión,
su boca, siempre dispuesta al beso,
parecía tragar mi mirada de niño.
Y allí estaba yo, bajo el alero de mi casa,
o detrás del siempre verde,
masticando mis sueños con sabor a fruta,
volando en cometas de papel,
o mareándome con el trompo de Papá.
Mientras ella, anclada en su vereda,
esperaba, esperaba, esperaba,
con su melena al viento de la tarde
y sus ojos de arena volándose con él.
Y yo, entre tareas y reproches,
con el guardapolvo negro de peleas,
le entregaba en secreto mi corazón de azúcar.
Y ella, ignorante de mi amor se dejaba morir,
cada día, cada tarde, cada noche
mientras esperaba a aquel que ya no volvería.
Su figura fue perdiéndose en el recuerdo,
sus padres llorando junto a su silla vacía,
las flores y su carita angelical sobre la mortaja,
su perro, echado en la vereda durante días,
y yo lagrimeando en los rincones,
deseando que su partida fuese solo un sueño.
Y así crecí, me hice hombre entre los hombres,
y padre de mis hijos en la tormenta de la vida.
Aún percibo su pollera de grises tonalidades
moviéndose en el aire,
sus zapatos cansados de no andar
y su tristeza, melancólica rutina
que se grabó con fuego en mi memoria.
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