domingo, 8 de noviembre de 2009

La bestia

La bestia estaba allí, agazapada, vigilante, escondida en algún lugar de la casa esperando mi llegada, dispuesta a saltarme feroz sobre el cuello para destrozármelo en segundos. Era una horrible criatura que se movía sigilosa por los rincones. Su olor fétido inundaba todas las dependencias. A veces, tenía que taparme la nariz para que el penetrante aroma de su sudorosa piel no me irritara las mucosas.

La había sentido varias veces, pero sólo en un par de oportunidades se cruzó delante de mí con la rapidez de una pantera, para luego refugiarse entre las sombras del comedor o la sala de lectura. Paciente, a la espera del momento justo, me observaba con sus ojos cargados de un iridiscente rojo sangre, mientras yo permanecía paralizado por el terror. Con el tiempo fui comprendiendo cuál era el propósito de su presencia: ocupar mi lugar. Entonces me di cuenta de que debía ser más astuto y calmo, tenía que tratar de introducirme en su perversa mente y ser más inteligente a la hora de actuar.

La casa donde vivía era de esos caserones antiguos y fantasmales, cargado de habitaciones, dependencias y, por qué no, alguno que otro espectro de tiempos pasados. Pero aquella criatura que rondaba los pasillos y cuartos no era un ser espiritual atrapado en un anacrónico siglo veintiuno, sino una abominable encarnación del mismo infierno, cebada con el instinto más criminal que se conozca y un odio ancestral que le daba razón a su naturaleza destructiva.

¿Cómo podía deshacerme de ese monstruoso animal? ¿Alguien creería mi historia?

Es muy probable que no. Dirían que la locura se había apoderado de mi mente y que, el lugar ideal para pasar el resto de mis días sería el hospicio.
No había otra solución: enfrentarla, demostrarle que ya no le tenía más miedo y que por más que lo intentara una y otra vez, nunca lograría destruirme. Mi vida o su execrable existencia se debatían a cada segundo.

Cuando entré en la casa, un frío visceral recorrió mi cuerpo. Escuché el jadear de su respiración y a su espumosa boca emitir un espeluznante ronquido desde el desván. Había olido mi presencia y se preparaba para la embestida final. Sabía, al igual que yo, que el enfrentamiento era a muerte. Avancé por el living con el paso lento, tratando de no ser oído. Mis ojos estaban atentos y vivaces, observando en distintas direcciones. Esperaba encontrarme con sus amenazantes ojos en la penumbra, abalanzarme sobre ella en un momento de descuido y acabar así con su vida en una feroz lucha.

Detrás de un ropero, la vitrina, bajo la cama o el juego de sillones; podía estar en cualquier lado, incluso en los espejos. Así que tomé mis precauciones. No debía dejarla atacar primero, tenía que ser más rápido y sorprenderla antes de que ella lo hiciese conmigo. Tampoco podía sucumbir a sus engaños; era muy hábil y seguramente trataría de inventar algún ardid para desorientarme y obligarme a bajar la guardia. En estos últimos años de convivir juntos había aprendido a conocerla casi como a mí mismo y sabía cuáles podían ser sus artimañas.

Continué avanzando por el centro del living. Una opresión en el pecho comenzaba a fatigarme y un sudor nervioso me bajaba desde la frente hasta la punta del mentón. Mis manos comenzaron a temblar, inquietas, ávidas de poder aplastar su cráneo como si fuera una cáscara de nuez y terminar con este macabro juego.

De repente, un rugido ensordecedor hizo temblar el ambiente, los vidrios de las ventanas se sacudieron como delgadas hojas de papel y una andanada de su fétido hedor inundó el recinto hasta hacer insoportable la respiración.

—¡Dios mío! —pensé.

La bestia comenzó a desplazarse hacia mí; sus pasos retumbaban grotescamente en el silencio de la noche. Sus enormes garras rasgaban la madera, quebraban el aire con lacerantes chasquidos que enloquecían al más cuerdo. Hubo otro bramido y un resople furioso. Mi corazón palpitaba desbocado. No podía morir ahora, tenía que aguantar, serenarme y enfrentarla. La bestia sabía que mi corazón no resistiría y jugaba con eso.
Se ocultaba, y volvía a bramar, como llamándome hacia a sus fauces.
Tomé coraje y salí decidido en su búsqueda. Me aseguré de que la pistola que llevaba conmigo estuviese cargada, con la bala en la recámara y sin seguro. Justo entonces la vi salir del gran espejo de living, como un enorme animal en celo. Se paró frente a mí con una mueca burlona en su rostro.

—Uno de los dos debe morir.
—Lo sé —le contesté, y no sentí miedo de ver aquel rostro tan similar al mío, pero a la vez tan desconocido—. ¿Por qué tanto tiempo?
Quizá porque en el fondo me amas y me odias a la vez… y nunca tuviste el coraje de enfrentarme.

Me miró fijamente y sus ojos refulgieron en la oscuridad.
— ¡Es inútil que te resistas! —sus garras garabatearon en el aire como un hervidero de serpientes—. ¡Ven conmigo, deja que fluya por tu cuerpo el Universo de la oscuridad, el reino de la ignominia, el placer y la lujuria!
Trataba de no escucharla, sus palabras surgían dulces a mis oídos, eran como un bálsamo para mis sentidos.
—¡No te escucho! —bramé—. ¡Soy libre! ¡Y no te tengo miedo!

La bestia rió y aquella carcajada resultó ser la más aterradora que haya oído en mi vida. Imágenes terribles subieron a mi mente, poblaron mi razón, el sentido común, la capacidad de pensar. Me estaba acorralando. Era un títere manejado por sus oscuras fuerzas. El infierno ardía en mi cabeza. Mis rodillas comenzaron a flexionarse. ¿Un acto de genuflexión ante el propio Satán?
—¡No tienes alternativa! ¡Arrodíllate ante mí y muere!
—¡No! —grité.

Alcé la pistola y disparé repetidas veces sobre el espejo hasta agotar el cargador. Un ruido ensordecedor sobrevino. Luego, el silencio. La calma. Los cristales se esparcieron sobre el piso como infinitos mundos que parecían observarme. La bestia ya no estaba, sólo quedaba el aroma de su piel flotando en el ambiente.
Permanecía helado, aunque bañado en una pegajosa transpiración, mi mano temblorosa aún sostenía el arma caliente y humeante. Vacilante, busqué en mi bolsillo, saqué otro cargador completo y lo cambié por el vacío.
Comencé a caminar en busca de los otros espejos. Sabía que la bestia todavía estaba en la casa.

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