martes, 3 de noviembre de 2009

Los viajes de Ulises

Ulises viajó dos veces en su mediana vida, éste era su tercer viaje y esperaba, fuera el último. La monotonía, la falta de pasión en el matrimonio y el agobiante esfuerzo por tener que trabajar todos los días más de doce horas para poder subsistir, habían hecho que tomara tal determinación.

Salió del cuarto muy despacio, tratando de no despertar a su esposa, que dormía profundamente en la oscuridad del dormitorio. Fue al baño y al cerrar la puerta detrás de sí, sintió la seguridad que le proporcionaba ese cúbico recinto. Las paredes cubiertas de azulejos blancos y luminosos eran como un maternal resguardo a la hora de tomar decisiones. Abrió la canilla; el agua helada le refrescó las articulaciones de sus dedos y los músculos de su rostro se crisparon al mojarse. Parecía un día como todos, el agua fría, el cepillado de sus gastados dientes, la afeitada diaria y el peine, acomodando su escaso y entrecano cabello. Pero Ulises sabía que esa mañana no era como todas.

Se vistió lentamente, buscando cada prenda con metódica armonía. Abrió su bolso de viaje, ese que ya había usado en sus anteriores partidas,  lo llenó con cosas que fue sacando del placar y lo cerró sin hacer el menor ruido.Su mujer soñaba sobre una inmensidad de sábanas, solitaria y ajena a su partida. Se inclinó y besó su frente con la suavidad de un “cirujano”  y sintió que su corazón le latía con más fuerza. Se incorporó, tratando de no dejarse llevar por los impulsos. Tomó su bolso y salió del cuarto rápidamente.

Entró en la habitación de sus hijos y se acercó a ellos. Eran como dos angelitos durmiendo en los brazos de su creador. Acarició aquellos rostros perfectos, esculpidos con el cincel de un prodigioso artista, sus labios le temblaron y una lágrima inundó sus ojos llenos de silencio.

¡No nos dejes, papá!

Las voces en su cabeza le desgarraron la garganta, le quebraron los huesos y le anudaron el corazón. Ulises sabía que no podía ceder, que la determinación estaba tomada y que su partida era inevitable.
Salió del dormitorio como espantado por algún inimaginable espectro, con la angustia contenida en su boca.

Comenzaba a amanecer, la cocina se iba  iluminando con los primeros rayos del  sol veraniego, Ulises entró en ella con el bolso aferrado a su mano y la firme decisión de irse. La pava, posada sobre la hornalla, parecía invitarlo desde la penumbra. Decidió que todavía era temprano y que podía cebarse unos amargos. Mientras el agua se calentaba, Ulises imaginó el lugar a donde se dirigía. Playas, sol y un mar inmenso y cristalino lo esperaban. Pudo sentir la dorada arena jugando entre sus manos y el refrescante océano mojando las plantas de sus pies. Contempló bellísimos amaneceres y dorados atardeceres. Visitó ciudades rutilantes y fascinantes paisajes, conoció mujeres hermosas y divertidas y compró regalos en grandes cantidades.

El silbido de la pava lo arrancó de aquel maravilloso paisaje. Se incorporó, algo desconcertado, y preparó el mate.  El fuerte sabor de la yerba recién cebada le reconfortó la garganta. Se sirvió un segundo mate y lo bebió lentamente, saboreándolo en cada sorbo, tratando de eternizar ese momento.
Luego de beber algunos mates más, encendió un cigarrillo, dio una profunda aspirada. El humo le infló los pulmones y le tiñó sus dientes castigados con nicotina. Miro su reloj, eran más de las cinco y pensó que ya era hora de partir. Lavó el mate,  guardó la pava como lo hacía todos los días y se dispuso a iniciar su viaje. Estuvo a punto  de dejarle una nota a su mujer, pero pensó que no era conveniente y que ella entendería su determinación.

Ulises, ¿ya te vas?

La voz lo sorprendió en la puerta, y detuvo su temblorosa  mano sobre el picaporte.

Todavía es temprano – Volvió a decir la voz de su esposa. Estaba parada frente a él, con el camisón arrugado y el sueño aún en su rostro.

Es que hoy entro más temprano,  Juan está de vacaciones y tengo que reemplazarlo en el torno.

¿Venís a cenar?

Sí, claro, como siempre…

Su mujer se acercó y lo besó con tibieza en la frente.

Dale un beso a los chicos – dijo Ulises, y sus palabras fueron apenas audibles. Tomó su bolso y se lo colgó del hombro.

Te olvidas el almuerzo…

Su mujer le extendió la bolsa con la comida.

Sí, gracias…

Ulises tomó el paquete con resignación y salió rumbo a la fábrica, como todos los días. Este, había sido su tercer viaje, pero no el último.                                                                                                          

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