sábado, 10 de enero de 2015

Ráfagas


Las balas quiebran el denso aire precedidas de un seco chasquido. Son como un coro de almas vocalizando desde el mismo averno. Levantan nubarrones de polvo y tierra seca con cada golpe. Hugo Guzmán, sostiene su cámara de fotos como si fuera un fusil con balas de salva. Su lente busca encuadrar el horror de la manera más poética posible, no quiere que sus fotografías escupan solo muerte y dolor, también pretende dejar plasmado en aquella instantánea el valor de la vida humana, el sentido de un rostro grabado a fuego por el impiadoso sol del desierto y hoy atravesado por la tragedia.

Parapetado detrás de un vehículo volcado y apuñalado por tantos proyectiles como estrellas existen, Guzmán se protege de la andanada de balas y cuando estas cesan por tan solo unos segundos, asoma su cabeza como un delfín necesitado de oxígeno y dispara repetidas veces. Esta vez es un niño el que queda atrapado en medio de sus disparos. El pequeño intenta salvar a un familiar que se desangra en medio de la calle como un viejo toro en la arena. La sangre de ese hombre anónimo parece darle un poco de vida a tanta aridez, desatando en Guzmán un contrasentido sobre lo que significa vivir y morir en tierras hostiles.

Sobre un edificio doblegado por años de intolerancia y sinrazón, un francotirador espera el momento para descargar su paquete de muerte. Guzmán lo ve levantar la punta humeante de su arma, es casi imperceptible entre tanta monocromía, entre tanto aliento contenido. Es como una postal en blanco y negro.

El niño toma el cuerpo ya inerte del hombre y comienza a arrastrarlo desde los pies hacia un lugar seguro, como si buscara darle una muerte más digna. Dejarlo morir tirado como un perro de la calle no está en sus planes, aun sabiendo que su propia vida corre peligro. El cuerpo ya se ha puesto pesado como un costal lleno de arroz y el delgado niño debe esforzarse para sacarlo de allí, no quiere que se convierta en parte del macabro espectáculo. Nadie se mueve, nadie lo ayuda. Esta solo en medio de un circo Romano.

El francotirador sabe que el niño es presa fácil, que un solo y certero disparo bastara para acabar con su vida en tan solo segundos. Parece disfrutar del poder que le da sentirse el dueño del aire que llena sus pulmones, de las lágrimas que brotan de sus ojos apagados por tanto sufrimiento. Solo él sabe cuando jalará el gatillo.

El niño no puede con el cuerpo, sus débiles brazos ya no tienen la fuerza necesaria para llevárselo. Guzmán sabe que pronto una bala atravesará su pecho. No lo piensa, corre hacia él mientras apunta con su cámara y dispara una ráfaga hacia el hombre escondido tras el rifle. Las fotografías son perfectas. El sonido mudo de un flagrante disparo retumba en el aire. El niño corre y se esconde detrás del vehículo, escapando de las alas de la muerte. Guzmán cae hacia adelante envuelto en un manto de sangre, tiene una sonrisa en su rostro y el arma aún caliente en su mano.



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